sábado, 17 de diciembre de 2011

Elogio de la milicia


 El general romano Cayo Mario, encargado de ciertas operaciones militares, aprovecha el momento en que parece depender de él el éxito, para exponer su idea de la milicia y el papel poco meritorio de la nobleza. Sé bien, oh Quirites, que por lo regular es muy otra la conducta de los que os piden los empleos, que la que observan después de haberlos conseguido. Esta obervación de Mario, dicha en público, tiene más valor por cuanto en la época (finales del siglo II antes de Cristo) existía la convicción de que "en Roma todo se vende". 

Y como Mario había mostrado más de una vez cierto desdén hacia la nobleza, señala: la nobleza busca portillo por donde entrarme. Sabedor de que el encargo que se le ha hecho, luchar en África, solo a él se le puede encomendar por el gran prestigio que había adquirido en sus luchas contra los cimbrios, señala que si no se tiene plena confianza en él encargueis un negocio de esta naturaleza a alguno de aquel corrillo de nobles, quiero decir, a uno de linaje antiguo, y que tenga muchas estatuas de sus mayores, pero que jamás haya militado... De algunos sé yo, oh Quirites, que después de Cónsules comenzaron a leer los hechos de nuestros mayores y la disciplina militar de los Griegos: hombres que todo lo invierten. Sabiendo que muchos ilustres griegos en todos los campos de la vida ya empezaban a pulular por Roma, y más todavía cincuenta años más tarde, cuando Grecia se convierta en una provincia romana, la visión de Mario es sesgada para, a contrapunto, elogiar la función del militar. 

Habla luego de él separándose conscientemente de la nobleza cuando dice: ...no tengo en mi casa estatuas, y porque mi nobleza es de ayer [desde hace poco]; siendo cierto que es mejor adquirírsela uno por sí mismo, que haber corrompido la que heredó... A mí en la realidad, según me siento, nada de cuanto digan puede dañarme; porque si hablan verdad, han de hablar bien; si no, los desmentirá mi vida y mis costumbres. Y vuelve de nuevo a despreciar veladamente a la nobleza: yo no puedo presentar en abono mío estatuas, ni triunfos, ni consulados de mis mayores; pero, si fuere necesario, presentaré lanzas, banderas, jaeces y otros dones militares; y además de esto heridas recibidas pecho a pecho. Estas son mis estatuas, esta es mi nobleza, no como ellos la tienen heredada [habla a la clase rica de Roma, los quirites, no a los nobles del Senado], sino adquirida a costa de grandes trabajos y peligros.

Ni tampoco he aprendido la lengua griega -continúa-, ni querido perder en ello el tiempo; porque veía que los que la sabían, no por eso fueron mejores. Lo que sí aprendió -insiste- es lo que importa más a la República: herir al enemigo, ganar o defender una plaza, no temer cosa alguna sino la infamia, sufrir igualmente el frío y el calor, dormir en el suelo y luchar a un mismo tiempo con la hambre y el trabajo. Critica luego a los que piden empleos no como recompensa del mérito, sino como cosa debida a su nacimiento. La virtud -dice- ni se regala, ni se hereda. Dicen de mí que soy hombre rústico y sin cultura, porque no pongo una mesa con primor, ni mantengo truhanes, ni doy más salario al cocinero que al que cuida de mis labranzas... (Arriba, correrías de los cimbrios por Europa).

Dichas estas palabras en su tiempo podrán parecer en algunos pasajes no aplicables a la actualidad. Pero son un reflejo precioso de como veía a la clase dirigente de la sociedad romana (la nobleza) un militar de prestigio, quizá cruel en ocasiones, como ha sido norma en casi todas las épocas, pero que incluso a los quirites habla con cierto desprendimiento respecto de ellos: que la gente de bien debe tener mayor caudal de gloria que de riquezas...

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